Un momento...
29/10/2020
3º finalista Concurso Relatos CEXT junto a Escuela Cursiva
Hoy es uno de esos días grises, llueve. Llueve a cántaros y las calles están inundadas. Se forman riachuelos en la calzada. Y hace viento, mucho viento. Las pocas personas que se han atrevido a salir a la calle, seguramente por alguna necesidad ineludible, lo hacen enfundadas en grandes abrigos, los pies encasquetados en botas de piel y las manos protegidas por guantes dentro de los bolsillos. Cada uno lleva un paraguas que le envuelve de un aura de protección pésima dado que acaban mojados por algún lado u otro.
Y yo los miro: corren como hormiguitas perseguidas por la furia de la naturaleza, apresurándose a llegar a su destino intentando evitar los charcos por temor a mojarse los pies. Ya ves, como si mojarnos tuviera que darnos miedo. ¿Cómo algo tan simple como unas gotas de agua nos hace huir y, en cambio, nos quedamos atrapados durante años a merced de alguien
que nos llegará a hacer herir de verdad? Las personas acostumbramos a tener miedo de cosas que no podrían lastimarnos ni que quisiesen, como la pequeña arañita que teje su nido en una esquina del techo. Lo que realmente nos hace daño es lo que nos hiere por dentro y no por fuera. ¿Quién no se ha recuperado de una torcedura de pie? ¿y de una uña rota? En cambio, ¿Cuánto rencor entre antiguos mejores amigos porqué un día se fallaron? ¿cuántas familias se han roto por un malentendido? No es el mismo tipo de dolor, es un mal interior que va por dentro y que se alimenta de nosotros para perdurar mucho más tiempo que el dolor físico.
Continúo divagando un rato más, disfrutando del olor a húmedo y el rumor suave e imperturbable de la lluvia cayendo. Algún trueno lejano me sorprende. Y se ven los relámpagos que lo iluminan todo en un segundo, breve e intenso, como un puñetazo. Y en este momento me fijo en una silueta situada en el portal del edificio de enfrente. Es un chico sentado. Lo veo allí delante, solo, parece estar reflexionando sobre la vida, como estaba haciendo yo, y se me escapa una sonrisa tierna. Como en un espejo, pienso. Lo veo a través de los barrotes de la barandilla. Está sentado en el peldaño del portal, los pies en la acera, los brazos rodeando sus rodillas, encogido igual que yo. Tiene la mirada perdida, parece disfrutar también de la lluvia cayendo suavemente, ahora que ha aminorado su furia. Le veo la mirada plácida pero firme. Es un chico decidido, pero también se deja llevar por las pequeñas cosas. La esencia de la vida nos captiva a los dos, como ver un pajarillo en el nido protegiendo a sus crías que justo aprenderán a volar mañana, cuando brille el sol de nuevo. Y le pasan por delante decenas de vehículos motorizados, pero no ve ninguno. No le interesan. Demasiado ruido a hierro oxidado que no deja oír aquello que nos está regalando la naturaleza: la lluvia. La pureza se ve a través de sus ojos y solo aquello que es puro consigue penetrar la barrera cristalina de su iris verde esmeralda. Me transmite tanta paz observarlo…
De repente una explosión de preguntas invade mi mente: ¿Qué hace ese chico allí? ¿estará esperando a alguien? ¿Busca algo? No parece impaciente, al contrario, está relajado como lo estaría cualquier otro cuando mira una película al atardecer tumbado en el sofá. Mi mente me lleva a imaginarlo como si estuviera concentrándose para levantarse. Posteriormente lo imagino moviéndose bajo la lluvia en una agradable armonía entre la elegancia y la alegría, como actuando en un musical de Broadway, bailado bajo la lluvia, irradiando la felicidad que tan solo de mirarlo me transmite con esa cara angelical que tiene. Bailaría con un paraguas en la mano sin usarlo para taparse, solo como complemento a sus movimientos. Y en ese caso, no como en el cine o el teatro, acabaría empapado y con la ropa arrapada al cuerpo dibujando la silueta fuerte y esvelta que adivino des de mi balcón. El cabello le caería por el rostro, igual que ahora, que no se está protegiendo tampoco del avance lento pero impasible del agua sobre su cabeza.
Me quedo un rato más embelesada contemplándolo. Me acerco al margen del balcón para observarlo más detenidamente. Apenas puedo distinguir un poco mejor la forma perfecta de su rostro y adivino la suavidad que tienen sus manos. Casi las siento acercarse a mí para recorrer mi cuerpo de arriba abajo en un abrazo que comprima su cuerpo firmemente contra el mío. Cierro los ojos y dejo que la imaginación vuele durante unos segundos. Me debato entre seguir imaginando escenas que van subiendo la temperatura de mi cuerpo o contemplar ese ángel que tengo a unos pocos metros de distancia. La tentación es enorme hacia ambas opciones: el placer de la vista contra el de la imaginación. Finalmente abro los ojos.
Ya no está. Todo se oscurece de repente, como si las nubes grises se hubieran vuelto agujeros negros que absorben la ciudad. La oscuridad me invade completamente y todo a mi alrededor se vuelve vacío de repente. Desesperada, me levando de golpe -los ojos fuera de las órbitas como si de esta manera pudiera escudriñar mejor el terreno con la vista y encontrarlo fácilmente-. No lo veo. No está en ninguna parte. Se ha esfumado. En tan pocos segundos no le ha dado tiempo a ir muy lejos. Ni a izquierda ni a derecha… ¡no le ha dado tiempo ni de subir a un coche! No lo veo más en todo el día, aunque de vez en cuando voy mirando el portal.
Al día siguiente la lluvia no ha remitido del todo y me acerco de nuevo al balcón, tampoco tengo nada mejor que hacer y la lluvia siempre me serena el alma. Y no puede ser, me froto los ojos, quizá estoy medio dormida… ¡Mi ángel está en el mismo sitio de nuevo! No dudo ni un instante, bajo corriendo para verlo de cerca, sin pensarlo. No creo que sea capaz de hablarle, pero tengo la imperiosa necesidad de observarlo de cerca, saber que es real, que no es una imaginación mía fruto de estos malos días que estoy pasando. Pero, como si me hubiera leído la mente y estuviéramos jugando al escondite, cuando salgo del portal, con mis pintas, veo que el espacio que estaba ocupado hace unos segundos está vacío otra vez. Miro a lado y lado de la calle, pero ni rastro de él. Se ha vuelto a fundir en la nada sin ninguna explicación.
Los días pasan y no quiero volver a mirar por el balcón, me queda aún una semana de baja después del accidente y creo que me estoy volviendo loca. No he salido de casa más que para perseguir lo que parece una especie de fantasma, no tengo ganas de hablar con nadie, como poco y me quedo muchas horas mirando el techo de mi habitación, que debería volver a pintar. De vez en cuando, mi mente vuelve a pensar en la figura que he bautizado como ángel. ¡En un segundo me hizo sentir tan a gusto! Ya no me acordaba de esta sensación. Me sigo preguntando si es un vecino del edificio de enfrente que espera algo o un loco que se entretiene con poca cosa, como yo. Quizá es un corredor profesional que puede desaparecer mucho más rápido de lo que yo tardo en bajar los escalones que separan mi primer piso de la planta baja. Sin darme cuenta vuelvo a estar en el balcón. Hoy ya no llueve y, aunque el día me parece gris, la gente le da color. Es domingo de feria y las familias pasean arriba y abajo para ir a ver los espectáculos y mercados que hacen en diferentes espacios de la ciudad. El ambiente en la calle es alegre y contrasta enormemente con mi languidez.
Mis ojos siguen a una pareja que va cogida de la mano, ella con un gran peluche en la mano y él explicando una historia que debe ser divertida porqué la hace reír coquetamente. De reojo vislumbro un movimiento en el portal de delante y allí lo veo de nuevo, hoy mucho más nítido que los otros días, más brillante incluso si cabe. Aun así, y como las otras veces, nadie parece reparar en su presencia. Y esta vez, como si se diera cuenta que lo estoy observando, levanta la mirada y la clava directamente en mí. Me quedo paralizada al darme cuenta de que me ha sorprendido mirándolo y no he podido reaccionar para disimular o esconderme. Nos
quedamos así lo que me parece una eternidad placentera. Es tan misterioso todo él… tiene una mirada tan profunda que me pierdo en ella. En algún momento levanta una ceja, de forma imperceptible, aunque yo me doy cuenta de ello como si cada músculo de su cuerpo me gritara que se está moviendo. Sus ojos hablan conmigo. Nadie más parece darse cuenta de su presencia, ni de la mía siquiera. Como si fuéramos dos almas que pertenecen a otro mundo. Nadie más puede entendernos, como si nuestros cuerpos emprasen un lenguaje celestial, mucho más rico y sutil que la palabra.
Ahora todo vuelve a ser gris a nuestro alrededor. Él, por el contrario, brilla intensamente, como una estrella en la oscura noche. Pienso en volver a bajar y reunirme con él, pero tengo miedo de perderlo de nuevo y espero, quieta y atenta a sus movimientos. Esta vez, hasta que no sepa como desapareces no me moveré. No te escaparás. Sigue fijando su mirada en mí mientras se levanta, tan lentamente que, aunque no he apartado mis ojos de él, no me doy cuenta de que se ha movido hasta que está casi de pie. Se dirige hacia mi portal, aunque se para en medio de la calzada y me hace una señal con la mano “ven, vamos juntos”. Estoy segura de que no ha movido los labios en ningún momento, pero sus palabras han llegado a mis oídos de una forma tan clara, que ni gritando a pleno pulmón hubiera sido posible a tanta distancia. Tiene una voz dulce pero firme que me captiva. No me paro a pensar.
De repente estoy subida a la barandilla de mi balcón. A pesar de mi vértigo, no tengo miedo. Mi cuerpo no pesa, se eleva como si flotase. Siento la brisa a mi alrededor, como si estuviera entre las nubes. Hay poca gente en la calle, pero nadie repara en mí, no me ven. Mi ángel se despega del suelo, levita y nos encontramos a medio camino. Somos dos almas libres dejando la tierra. Ahora lo comprendo: Tan solo mi alma sobrevivió al accidente y él me guía para volver de donde vine.
Anna Gonzalez Perelló.