Un momento...
29/10/2020
2º finalista Concurso Relatos CEXT junto a Escuela Cursiva
Día 206
Los rayos de sol a través de la ventana auguran ya los primeros días del otoño, pero son lo suficientemente cálidos todavía para despertar a María cada mañana. La quemazón de sus ojos la acompaña al despertar, pero parece que hoy el dolor de cabeza le ha dado una tregua. Ánimo María, puedes con todo, hoy será un buen día. Un día más es un día menos y no estás sola, piensa en voz alta.
Baja las escaleras a la velocidad que le permite su corazón y ve a su perrita en el sofá que la recibe con entusiasmo y le alegra el día momentáneamente. María tiene la suerte de vivir en el campo y puede caminar tranquilamente mientras escucha al silencio que únicamente se rompe con el cantar de los pájaros. Realiza los ejercicios respiratorios y parece que hoy sus pulmones pueden absorber más aire puro. Desde la última recaída, una de tantas, la sensación de ahogo es permanente. Piensa en todas las personas que no pudieron salir del hospital y le reconforta saber que está aquí, y respira.
Prepara su desayuno, demasiado sano como siempre, y mientras lo hace echa de menos su bocata de jamón acompañado de un buen queso. Toma sus inhaladores y se sienta en el sofá. He dormido casi 10 horas para poder tener energía para levantarme y desayunar, no me reconozco, se lamenta. Ahí es cuando la rabia y la frustración llegan, suelen aparecer en ese momento del día, cuando siente que a sus 26 años no puede hacer nada, ni tan siquiera poder funcionar con normalidad durante una hora. Afortunadamente ha aprendido a suavizar estas emociones a medida que el día avanza y ser…un poquito más feliz. Mientras el sofá la acoge como su segunda casa que es, piensa en el antes y el durante de los primeros meses de la pandemia en la Gran Manzana. Se recuerda viviendo días de 36 horas cuando trabajaba, daba clases, salía a correr, era voluntaria y además le quedaba tiempo para ver a sus amigos y tomar una cervecita bien fría. Cuando corría por las avenidas porque siempre llegaba tarde y gritaba a pleno pulmón en un concierto o en un bar. Cuando era un búho, como su querida amiga la llamaba, porque le encantaba sentir la creatividad pasada la medianoche y escribir, crear y expresar lo que cada día le hacía sentir. Pero en estos días de adrenalina y serotonina el virus ya campaba a sus anchas por su cuerpo. Cuando comenzó a notar sus efectos el mundo ya se había paralizado, pero, ¿por qué preocuparse por una gripe en una persona totalmente sana y joven?, pensaba.
Los días pasaban y la vida se escapó de las calles de Nueva York. Las avenidas, vacías, tenían un aura apocalíptica difícil de describir. Las sirenas de las ambulancias tomaban protagonismo y reaparecían cada pocos minutos. María no podía dejar de pensar en las personas que ocupaban esas ambulancias, el personal sanitario arriesgando sus vidas y sobretodo la persona enferma, que dejaba atrás a su familia, amigos y sueños, sin saber si podría recuperarlos en esa soledad tan cruel. Su familia aparecía constantemente en su mente, sus amigos y todas las personas que tanto quería y que estaban tan lejos. Miraba alrededor de su pequeña habitación y pensaba en qué sería de sus cosas si ella desapareciera, si el virus presionara tanto su pecho que levantarse al día siguiente fuese imposible. Qué sería de su ukelele que la ha acompañado tanto tiempo y de todas las canciones que
había escrito sin cantárselas a nadie. ¿Seré una de las candidatas a entrar en una de esas ambulancias? ¿Desapareceré sin poder abrazar a mi familia, sin despedirme de ellos?, se preguntaba mientras el miedo invadía cada célula de su cuerpo.
Los días pasaban y María seguía viendo la vida a través de la misma ventana, de forma similar al resto del mundo, claro, pero con la diferencia de que no sabía si podría mirar por esa misma ventana un día después. Algunas semanas atrás las hojas de los árboles ya habían empezado a indicar la llegada de la primavera, justo cuando tuvo que visitar urgencias por segunda vez. Sabía que sus pulmones no funcionaban bien, pero tampoco su corazón ni sus ojos y en muchas ocasiones tampoco su cabeza. ¿Me estaré volviendo loca?, se preguntaba. A pesar de tener unos amigos maravillosos cada día se sentía más sola. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no consigo recuperarme? Me encuentro incluso peor que al principio. ¿Cuándo voy a despertarme de esta pesadilla?, pensaba desesperadamente. Un día, abrió su ordenador y le preguntó al señor Google qué le estaba pasando. Una ola de alivio la sobrevino. Empezó a conectar con otras personas que seguían enfermas después de semanas y no conseguían recuperar su salud y su rutina. Se convirtió en un espacio seguro donde mantener la cordura y donde encontrar ese acompañamiento que durante tantas horas y minutos había necesitado. Era un lugar muy reconfortante pero que en ciertos momentos se convertía en un pozo de desesperanza y frustración, aunque las penas y las alegrías, mejor compartidas.
Mayo trajo consigo un nuevo cambio en el panorama neoyorquino. Las sirenas de las ambulancias se confundían con el sonido de los helicópteros las 24 horas del día y con los gritos de los manifestantes por el brutal asesinato de George Floyd, al mismo tiempo que las buenas temperaturas empujaban a la gente a las calles. María seguía mirando la vida desde su ventana, paciente, demasiado, y sola, todavía más, pensando ilusamente que el final de la pesadilla estaba cerca, pero siendo consciente también de que estaba viviendo un momento histórico en la ciudad de los rascacielos. Seguía buscando respuestas médicas que no llegaban y además veía con indignación y rabia que estas respuestas tampoco se estaban buscando, a pesar de ser cientos los que, como ella, se levantaban cada mañana sin saber si su cuerpo aguantaría o no. Los días se fueron volviendo más densos, raros, difíciles de llevar y las tareas diarias se volvieron muy complicadas. Las fuerzas eran demasiado limitadas y la soledad de su habitación tampoco la ayudaba. Voy a volver a casa, decidió. Y unas semanas después estaba bajo el sol del Mediterráneo.
Ha pasado una hora y María continua en el sofá, necesita recuperar un poco más de energía para poder levantarse y comer. Estoy muy orgullosa de ti, se dice a sí misma. Ha aprendido a reaprender cómo vivir de un modo distinto, y espera que temporal, y a perderle el respeto a las agujas, que para ella es todo un logro, aunque suene banal. Ya no hay momentos apresurados por la Quinta Avenida ni tardes de deporte, y solían ser muchas, en Central Park. Tampoco hay sábados noche interminables en un bar remoto en Brooklyn ni comidas tranquilas los domingos con sus amigos. Ahora tiene días con mucha quietud, demasiada para su nerviosismo habitual, gestionando su energía para intentar terminar el día de la mejor forma posible y dedicarle tiempo a lo que de verdad le gusta hacer y a la gente que ha demostrado quererla en sus peores días. Pero hay también lecturas de libros fascinantes, horas bajo el sol en una cala perdida y familia, mucha familia y eso es un privilegio. Debería estar ahora en Bruselas disfrutando de algo que había conseguido muy merecidamente, piensa y lamenta María. Y es que cuando el virus corría por su cuerpo, preparaba las maletas para disfrutar de un paréntesis trabajando en su pasión, la cultura. Mantener las ilusiones
sin poder planear cómo se va a sentir el día siguiente o incluso el minuto siguiente le resulta un trabajo monumental y más aún cuando siente que no tiene vida, ¿o sí la tiene?
A veces incluso estudiando el mejor máster, el más caro, en la mejor universidad y con los mejores profesores, no se aprende lo que está aprendiendo María estos meses. Son 206 días, y subiendo, de aprender a levantarse con ganas aunque falten motivos, a dar las gracias por lo que tiene y por lo que le dan, a sentir compasión por ella misma y por su cuerpo, a mantener la paz mental,
a tener un trabajo a jornada completa cuyo único objetivo sea recuperar la salud, a valorar poder ver el sol cada mañana y cómo cambia la naturaleza en cada estación, a vivir a pesar de todo porque, siendo honestos, esto es agotador. La incomprensión y el poco respeto que se le tiene a la pandemia le producen mucha frustración y María sabe muy bien lo que un virus microscópico puede hacerle a tu cuerpo, sano o no, joven o no, con patologías previas o sin. Está exhausta, física y emocionalmente, de intentar convencer a amigos y conocidos, y a la sociedad en general, de cómo este bache ha paralizado su vida. No tiene energía ni tiempo útil para odiar ni pelear, es una mala inversión ahora mismo. Reír y hacer las cosas que ama son la mejor receta. Vaya aburrimiento de vida, pensaréis, pero no le queda otra que utilizar la poca fuerza que tiene en encontrar profesionales que la acompañen, le puedan dar respuestas y le devuelvan la energía de vivir, porque ganas no le faltan. Acepta, pero no se resigna.
Navega el día a día con la esperanza de recuperar lo que quede de la vida que conocía antes de marzo, pero lo cierto es que quien ha sentido la muerte de cerca nunca vuelve a ser quien era. La historia de María es mi historia y la de miles de personas en todo el mundo que día a día luchamos por que quienes nos pueden ayudar luchen también por nosotros, y nos devuelvan los bailes, los maratones y las canciones a pleno pulmón.
Me levanto del sofá para tomar un poco el sol, necesito mucha vitamina D, mientras espero pacientemente que mis padres preparen la comida. Hace unos meses me sentía inútil por no poder ni siquiera cocinar para mí misma después de llevar años viviendo sola, ahora, agradezco tener unos padres increíbles que me ayudan en absolutamente todo y ¿a quién no le gusta que le mimen un poco? Mientras tomo el sol reviso mensajes acumulados en mi móvil, es cierto que siempre me ha estresado este aparatito, pero es maravilloso levantarse y leer mensajes de ánimo de familiares, amigos y conocidos, ¿dónde estaría ahora mismo sin ellos? Cierro los ojos y visualizo a los amigos que tengo lejos, me veo a mí misma riendo y pasándolo bien con ellos, como lo hacía antes y que tanto daba por hecho. Y pienso en mis sueños, en mis objetivos y en cómo será mi vida dentro de unos años. Y cuanto más lo pienso y lo analizo más me doy cuenta que no necesito mucho, ni el mejor trabajo, ni viajes al Caribe ni el último iPhone, solamente necesito salud y personas que me quieran en las buenas y las malas. Me hace feliz pensarlo, aunque lo haya tenido que dejar todo por una “simple gripe”, pero, a diferencia de miles de personas, sigo estando aquí y no hay mal que cien años dure, ¿no?
Me levantaré un día y volveré a ser yo, volveremos a ser nosotros.
María Úbeda Morales