Cultura

En todas partes (En todas partes)

Ganador I Concurso Relatos CEXT: «Un día en Puri»

29/10/2020

Ganador del I Concurso Relatos CEXT junto a Escuela Cursiva

Lo primero que aquel hombre nos pidió fue respeto.

Acabábamos de bajar de los ricksaws, aquellos vehículos mitad bicicleta mitad carroza impulsados por las fibrosas piernas de unos hombres muy bajitos y predispuestos, en los que veníamos embutidos —al menos mi primo y yo, que compartíamos espacio— desde el majestuoso templo de Jagannath. 

La mejor forma de disfrutar de este espectáculo arquitectónico y humano, pues no faltaba peregrino que quisiese adentrarse en su templado útero de piedra, es desde la azotea de una curiosa biblioteca situada justo enfrente. Ya en las alturas y acompañados de una pequeña familia de monos que allí descansaba, nuestros ojos se debatían entre los diferentes espectáculos que se desarrollaban ante nosotros: la magnitud del sueño de una deidad convertida en edificio, el frenesí de los devotos visitantes, un bebé mono saciando su hambre con el pecho colgante de su madre… Así que mi tía lanzó una pregunta que aún no he sido capaz de responder: «Si tuvieseis que elegir entre alguna de estas cosas, ¿con qué os quedaríais?, ¿con la naturaleza, con la arquitectura o con las personas?». Pero lo cierto es que creo que no puede existir el todo sin las partes que lo componen.

 

Así que, una vez en tierra, y después de salir del trance en el que se había imbuido al verse envuelto con el sonido de su propia voz y de que le hubiésemos perdido por completo —y a causa de esto— durante unos minutos; después de deleitarnos con miles de anécdotas que hicieron que se nos erizase el vello y que llegásemos a considerar que habíamos alcanzado un nivel más alto en la escala del ser humano, aquel tipo, nuestro cariñoso guía, nos pidió respeto; «por favor», eso sí.

 

El respeto, como habréis podido observar a lo largo de vuestra vida, es algo muy voluble, ya no subjetivo, sino maleable como la plastilina, al igual que sucede con todos los conceptos que están ligados a la moral; no, a la religión; no… a lo que se debe hacer y lo que no, vaya. 

Lo que distingue lo que está bien de lo que está mal.

«Lo que».

 

El caso es que ahí estábamos. Me resulta muy complicado recordarlo todo, solo guardo en mi memoria una nebulosa tejida de imágenes inconexas, como en un sueño: a la izquierda la playa, de arena tosca, y el mar al fondo, turbio. Dicen que el Índico te absorbe hasta las profundidades; dicen que puede matarte (un poco más que cualquier otro océano, pienso yo). Y, aunque es cierto que aquel cariñoso guía, enamorado de su cultura y de su propia voz, temía constantemente y sin descanso por nuestra vida, también es verdad que no vi ni a una persona que se aventurase más allá de la orilla: si quieres que el mar te cubra, te tumbas sobre la barriga en la arena y dejas que las olas pasen por encima de tu espalda, con mucho cuidado de que no te arrastren hasta el fondo y el gigante azul te engulla para siempre. Si eres niño u hombre tendrás el placer extra de sentir el mar directamente sobre tu piel, si eres niña o mujer deberás cargar toda la tarde con el peso del agua en tu ropa, aunque, a pesar de eso, todas ríen como si se guardasen un secreto; creo que saben que se están haciendo más fuertes. Entrenan sus músculos y su resistencia con el peso de las aguas; llevan al bravío Índico rodeando su cuerpo entero, como místicas sirenas vestidas de sal. Quizá se estén preparando para algo más grande que ellas mismas.

También recuerdo basura, algo habitual; en la India la basura forma parte del paisaje, así como es típico que el color de las cosas esté en su grado más alto de saturación: el verde ácido de los campos de arroz, la tierra marrón rojiza —como la piel de sus habitantes, que recuerda al génesis literario de la propia humanidad: hombres saliendo del barro, alcanzando su forma definitiva gracias al aliento de algún dios—…

Más imágenes: las fachadas espectaculares, los templos hilarantes, excéntricos; ruinas y agujeros. Parecía que el infierno estuviese de fiesta.

 

El caso, como venía diciendo, es que ahí estábamos, de pie, con la playa a la izquierda y procurando tener respeto, pues nuestra siguiente actividad consistía en la visita a un crematorio. 

Un muro de piedra nos separaba del crematorio más importante de toda Odisha. Estábamos en Puri, la ciudad ideal para unas vacaciones marítimas y estacionales en la costa del golfo de Bengala, o para las vacaciones definitivas de, al menos, esta vida. 

Hay quienes hacen miles de kilómetros para poder incinerar allí a un ser querido; en aquella playa, llamada Swargadwar —la puerta del cielo—, donde las mujeres juegan a ser sirenas inmortales, puso sus pies por vez primera en la Tierra, el Señor Jagannath, una de las encarnaciones de Vishnu, Señor del Universo. Es por eso que este lugar tiene la mejor conexión que existe con el más allá, de tal forma que para aquellos cuyos cuerpos se estaban deshaciendo entre el fuego en esos instantes, sería mucho más rápido y cómodo llegar hasta el siguiente punto de su viaje, a su propio cielo mortal, donde esperarían su turno para volver a la Tierra convertidos en otra cosa. 

Todavía fuera, la temperatura era insoportable. A los mil grados del sol en agosto por esa zona del mundo, hay que añadir el calor que producen los cuerpos humanos consumiéndose sobre el fuego. Fuera y dentro eran prácticamente la misma cosa, mera semántica, porque el edificio en el que yo creía que nos íbamos a adentrar no era más que un solar diáfano cercado por el muro de piedra. Pensé que aquel espacio solo era la antesala de alguno de los edificios colindantes donde se desarrollarían las ceremonias, que los restos y los vapores serían gestionados de alguna manera industrial; pero está claro que mi pensamiento occidental condicionaba mis conclusiones.

 

Obviamente respeto. Obviamente silencio. Obviamente nada de fotos. 

 

Y atravesamos el pétreo muro, que bordeaba el solar como un último abrazo de despedida o, mejor dicho en su caso, como un «hasta que nos volvamos a encontrar», para observar las incineraciones de aquellos hombres y mujeres como si de una función circense se tratase. 

Procuro imaginarme entonces a alguna de las personas que tengo delante acudiendo a una de nuestras ceremonias fúnebres en las que damos un adiós para siempre. Y las veo confusas, incómodas con la muerte, tratando de descifrar la simbología de nuestro dolor, de nuestras ropas oscuras, de la disposición de nuestros cuerpos, de la decisión de nuestros gestos y nuestras miradas, y pienso que la magia de la otredad es tan voluble como la noción de respeto. 

 

Dentro del abrazo de piedra, diferentes hogueras se repartían por el suelo ante nosotros; de algunas solo quedaban las cenizas y los tímidos hilillos de humo que, jugando con el aire en una contorsión infinita, daban cuenta de que el viaje había sido realizado con éxito; en otras, un cuerpo pequeño y amortajado esperaba a que la comunión con el fuego le facilitase el billete de ida.

Cerca de uno de estos pacientes viajeros, se producían los únicos sonidos que podías escuchar en todo el lugar. Si bien es cierto que, como he mencionado antes, se trataba de un espacio abierto que difícilmente podría escapar al barullo de la ciudad, yo solo escuchaba y veía aquello: un grupo de mujeres perfectamente coreografiado, con una disposición similar a la de las figuras de una imagen religiosa barroca, se despedía. 

Como sucede con el mar, bañarse en la muerte también es diferente para los hombres y para las mujeres, lo hacen por separado. No recuerdo hombres, a decir verdad, quizá alguna sombra con camisa blanca de lino, sombras separadas o pequeños grupos como mucho, tríos a lo sumo. Toda la fuerza de mi memoria y de mi imaginario se reserva para esa masa uniforme de sirenas de sal, inmortales como el barro o el océano, que descansaban unas sobre otras, acostadas en el suelo, descalzas, rodeando a la viuda y acompañando su llanto con una canción; vestidas de todos los colores del mundo, con la piel brillante de joyas y teñida de henna. Cantando y llorando decían adiós al alma y al cuerpo: «hasta pronto», «ojalá que nos volvamos a encontrar en nuestra próxima vida». Llorando y cantando daban la bienvenida al fuego, como hermosas brujas en un aquelarre redentor.  

Contemplarlas me produjo una parálisis y una sensación de irrealidad, quería descalzarme y unirme a ellas, enredarme entre sus brazos y sus piernas, ser una con el todo y aprender la melodía de la despedida.

Pero me sacaron rápido de mi ensimismamiento pues había que continuar, este era tan solo uno de los regalos que me daba la India. 

 

Así que nos dispusimos a atravesar de nuevo el muro de piedra, pero en otra dirección; y una vez pasado el umbral, con el pecho henchido de vida, misticismo, confusión y, como no, respeto, pude observar justo en frente de mí cómo una vaca jorobada, con sus cuernos torcidos, conseguía abrir con la boca la puerta de la nevera de un puesto en plena calle y robar una Coca-Cola.

 

Olga Jiménez Álvarez

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